Creer en la caridad suscita
caridad
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído
en él» (1 Jn 4,16)
07 de febrero de 2013
vatican.va
Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la
Cuaresma, en el marco del
Año
de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa
para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en
Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción
del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a
los demás.
1.
La fe como respuesta al amor de Dios
En
mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el
estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la
caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol Juan:
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él»
(
1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano
por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con
un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la
vida y, con ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios
quien nos ha amado primero (cf.
1 Jn 4,10), ahora el amor ya no
es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con
el cual Dios viene a nuestro encuentro» (
Deus
caritas est, 1). La fe constituye la
adhesión personal ―que incluye todas nuestras facultades― a la
revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por
nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro
con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el
entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el
amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento,
voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste
es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por
“concluido” y completado» (
ibídem,17). De aquí deriva
para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de la
caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo
que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo
que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así
decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de
su fe, la cual actúa por la caridad» (
ib., 31a). El
cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido
por este amor ―«
caritas Christi urget nos» (
2 Co
5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al
prójimo (cf.
ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la
conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve,
se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí
mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.
«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así
suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que
Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios
revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su
vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que
ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para
vivir y actuar» (
ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender
que la principal actitud característica de los cristianos es
precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (
ib.,
7).
2.
La caridad como vida en la fe
Toda
la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera
respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud
una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el
«sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de
amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da
pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros
aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos
hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir
con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf.
Ga
2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace
semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor
significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él,
en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a
actuar por la caridad» (
Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf.
1
Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y adherirse a ella
(cf.
1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf.
Ef
4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la
caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf.
Jn 15,14s). La
fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad
nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf.
Jn 13,13-17). En
la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf.
Jn 1,12s); la
caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y
dar el fruto del Espíritu Santo (cf.
Ga 5,22). La fe nos
lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos
encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf.
Mt
25,14-30).
3.
El lazo indisoluble entre fe y
caridad
A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro
que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos
virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es
equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un
lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien hace
fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe,
subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y
reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo,
también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad
y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la
fe. Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el
fideísmo como el activismo moralista.
La existencia cristiana
consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para
después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de
éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo
amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los
apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está
estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al
servicio de los pobres (cf.
Hch 6,1-4). En la Iglesia,
contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las
figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir
e integrarse (cf.
Lc 10,38-42). La prioridad corresponde
siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico
debe estar arraigado en la fe (cf.
Audiencia
general 25 abril 2012).
A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término
«caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En
cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es
precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la
Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa
hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle
partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la
relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e
integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
Pablo VI en la Encíclica
Populorum
progressio, es el anuncio de Cristo el
primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad
originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre
nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo
integral de la humanidad y de cada hombre (cf.
Caritas
in veritate, 8).
En definitiva, todo
parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios
mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos
el primer contacto ―indispensable― con lo divino, capaz de
hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer en este
Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de
la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la
Carta
de san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su
correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la
fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco
viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura
suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que
de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se
percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su
gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos
de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace
que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad.
Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual
gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios
concede abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin
frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma,
con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita
precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y
prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los
sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a
Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas
del ayuno, de la penitencia y de la limosna.
4.
Prioridad
de la fe, primado de la caridad
Como todo don de Dios,
fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo
(cf.
1 Co13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá,
Padre!» (
Ga 4,6), y que nos hace decir: «¡Jesús es el
Señor!» (
1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (
1 Co 16,22;
Ap 22,20).
La fe, don y respuesta, nos da a conocer la
verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y
perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para
con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme
convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que
vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro
con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la
victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la
caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en
Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega
total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo
en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la
abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para
con todo hombre (cf.
Rm 5,5).
La relación entre estas
dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos
fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El
bautismo (
sacramentum fidei) precede a la Eucaristía
(
sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que
constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe
precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en
ella.